viernes, 10 de abril de 2015

DE LA MÁGICA CUBANÍA

Por: Omar Felipe Mauri Sierra   
La plaza de la iglesia se halla a oscuras, como casi dos siglos atrás, navegando en un mar de gente, llagan las dos carrozas. Sus congas, in crescendo, arremolinan, agolpan, arrebatan. 
En el río de la polirritmia de reja, tambor y bombo vibran los cuerpos. A la trompeta contestan las gargantas involuntariamente.  
Se encienden las carrozas y el tiempo se detiene: Han comenzado las Charangas de Bejucal. Con sobrada razón, Emilio Roig de Leuchsenring las ha citado como las fiestas más hermosas de Cuba.
En 1714, el capitán Juan Núñez de Castilla, recibe de Felipe V la confirmación para fundar una ciudad sufragada con recursos propios: San Felipe y Santiago del Bejucal. Además, le otorga escudo de armas, el establecimiento de un cabildo y el título de Marqués.
Verdadera cornucopia fueron estas tierras para el cultivo del tabaco, primero, y después para la industria azucarera, al mismo tiempo que abastecían de ganado y frutos menores a la flota transoceánica.
Tempranos, los bejucaleños inscribieron sus nombres en la historia cubana participando en las sublevaciones contra el estanco del tabaco, a principios del siglo XVIII, y en la defensa de la capital contra los ingleses, en  1762. Súmase a esto, el establecimiento del primer tramo de ferrocarril  de Cuba y América Latina (incluso, antes que España), de Bejucal a La Habana, en 1837.
Hacia 1840 ya eran celebradas las Charangas, aunque hay referencias que llevan su nacimiento anterior a 1830, pues su piadoso vecindario había instituido frecuentes y magníficas fiestas para cuyas ocasiones han presentado ricas alhajas y costosos adornos.
En vísperas de Navidad, los esclavos reunidos en Cabildos (sociedades de negros, pardos y mulatos) salían de su encierro percutiendo sus ancestrales  instrumentos y entonando cantos autóctonos. Recorrían calles de vitral y rejas, y ya en el centro del pueblo, cruz al este y cetro al oeste, recibían de los marqueses el aguirnaldo, dádiva de un día de fiestas. Por otro lado, los demás  vecinos se concentraban en la plaza en espera de la Misa del Gallo. También estos comenzaron a traer su música: tamboriles, fotutos, panderos y hasta bandas militares.
De tal suerte nacieron las confrontaciones que con el tiempo se harían la máxima atracción: el encuentro de los bandos: Los Malayos, que reunían a españoles y criollos, identificados por el color rojo del pabellón ibero y el gallo. Pero como gallo no come alacrán, porque tiene poder dentro del sincretismo religioso afrocubano, el bando de La Musicanga, que agrupó a negros libres y criollos hermanados en la humildad, lo tomó como símbolo junto al color azul.
 Los bandos (eternos rivales, como se les llama aquí) reflejaron el antagonismo de aquella sociedad, y fueron frecuentes los enfrentamientos políticos.
En vísperas de la Guerra de 1895 se prohibieron las festividades y reaparecieron en 1900 pero cambiando de nombres: La Ceiba de Plata, para La Musicanga, y La Espina de Oro, Los Malayos.
Armados de sus agrupaciones musicales (congas), sus figuras danzantes y especialmente de sus carrozas, se encuentran los bandos.
Las carrozas, en principio, fueron llevadas sobre hombros, luego tiradas por bueyes, montadas sobre camiones y, actualmente, las conducen tractores con plantas eléctricas. 
Diferentes a las carrozas de carnaval, las charangueras son verdaderas joyas de barroquismo -del que hablara Alejo Carpentier- y suma creadora de música, danza,  arquitectura y plástica, con mucha sazón teatral y cinematográfica.
Basta presenciarlas en sus evoluciones: cada una va elevando sus sorpresas, en lucha mutua por sobrepasar a su rival (más de 35 metros de altura).

Complicados mecanismos de ascensión y animación logran la magia. Como de una caja china, brotan del interior de la carroza increíbles efectos, símbolos y bailarinas. Toda la pieza se abre en un gigantesco abanico de filigranas multicolores, luces y belleza original.
El final es un deslumbramiento supremo. Venga, cualquier diciembre. Temprano se está en la calle, dispuesto para el impacto de la labor paciente de muchas manos. La noche arderá en sorpresas. Y luego, en el hervor, se dejará llevar por la serpiente rítmica de una conga hasta el amanecer.